Botella intacta, un brindis se pacta
Jackson Browne (gringo roquero)
¡Válgame unas santas copas todo lo que ha acaecido! Cada vez que me acuerdo, me persigno y hago un brindis por haber salvado el pellejo de las correrías dominicales. Porque solo la estoy contando gracias al Señor que es mi pastor y la botella que puso en mis manos.
Así pasaron las cosas. Días después de mi encuentro cercano con el peñasco aquel, con la mitad del cerebro escapándose por el rajo abierto más grande del mundo, vino el acabóse. El Big Bang. La frente tomó vida propia y se hinchó. Se hinchó y creció y me transfiguró. ¡Qué diablos! Agachado por el peso –sí, un plomo en la cabeza- partí raudo a buscarme una cura. La ocasión y el dolor ameritaban Clos, pero ni él ni Tetra alguno se divisaban en los estantes del almacén.
Valga decir que mi sufrimiento valía lágrimas que mi honra gallardamente retuvo. La misericordia del dueño -¡Dios lo tenga en su gloria y se lo pague!- fue mi salvación. Con palabras que mi adolorido cerebro no pudo retener, me entregó una botella y me animó con la presión de sus manos en mi espalda, a visitar un médico. Hazte ver, creo que fueron sus palabras de aliento.
Oí su sabio consejo y partí al consultorio. Cada tanto debía parar y untar mis labios con el antibiótico tinto. No habría podido llegar a la meta sin su apoyo. Gracias, amigo.
Arribé con la cabeza gacha de tanta presión, pero la botella en ristre en señal de victoria. Todos en la sala de espera se apartaron rápidamente para abrirme paso, admirados de mi hazaña. El angelito de blanco en el mesón, sin embargo, me lo hizo difícil:
-- Señor, tome asiento y lo llamaremos.
-- Qué asiento, mijita. ¿No ve que se me escapa el cerebro?
En eso estábamos, ella fingiendo que no me comprendía y yo defendiendo mis derechos, cuando ocurrió. Se oyeron algunos gritos en la sala, y entró la afrenta más grande a una botella que haya visto jamás. Caminando semi encorvado, con las manos aferrándose a sus muslos y los pantalones a medio camino, un hombre bramaba a viva voz: “Me caí en la botella, me caí en la botella”. Y sí, de esa parte donde sale lo peor de la humanidad, se asomaba una tres cuartos cuya etiqueta no pude ver. Abracé a la mía para que no viera semejante espectáculo, y me volví invisible en un rincón para que el castrador de botellas no se me acercara.
No sé cuánto más tarde, todavía en shock, oí que me llamaban. Un hombre de blanco me hizo pasar a una sala. Quiso retener mi botella y no lo dejé, ¡cómo después de lo visto!
Algo me hicieron en la cabeza, algo apretaron, algo líquido echaron. Ya no importa. Salí con un parche gigante en mi frente, aturdido, pero a salvo con la botella en las manos. Y que estuviera en mis manos, dadas las circunstancias, fue mi motivo para agradecerle encarecidamente al Señor. ¡Salud!